En el centro de Marsella, las fronteras son sutiles, pero constantes y muy marcadas. El barrio más pobre de Francia, el distrito tercero, se encuentran a unos cientos de metros de los yates atracados en el Puerto Viejo, de toda la renovación impulsada durante la capitalidad cultural europea de la ciudad. Basta con cruzar unas calles para pasar de un mercado árabe, que podría estar en cualquier ciudad del Magreb, a toparse con las tiendas de las marcas de ropa más caras. En cada espacio la población es diferente. Cuando se sale desde centro hacia los grandes barrios populares del norte de la ciudad, los límites son mucho menos sutiles. El tejido urbano es aquí insólito: pequeños pueblos de casas bajas, habitados en su mayoría por los llamados galos —descendientes de franceses que no provienen de la emigración— donde se produce una fuerte concentración de voto ultra al Frente Nacional. Estos núcleos están rodeados por tremendas torres de viviendas sociales, las Cités, guetos de pobreza y paro, habitados en su mayor parte por familias provenientes de la inmigración, aunque en muchos casos llevan varias generaciones en Francia.
“Aquí se produce una fractura terrible. Decimos que no existe la identificación por comunidades, pero es una hipocresía”, explica Haroun Derbal, imán de la mezquita del destartalado mercado de las Pulgas (el rastro), situado en un parking, entre autopistas y los viejos almacenes portuarios. El mar está cerca, pero es inaccesible. “Es más que una fractura, es un cráter pero creo que es más económico que étnico, el gran problema es la desigualdad”, señala por su parte Samia Ghali, senadora socialista y alcaldesa de uno de los sectores populares de la ciudad, el ocho. Fabian Pecot, investigador social de 30 años, autor del blog sobre Marsella lagachon.com, afirma: “Hablar de la Marsella mestiza y multicultural es un pecado de optimismo”.
El ideal republicano francés se basa en que los valores étnicos o religiosos se dejan atrás para identificarse con la República, cuya fuerza gravitatoria es tan intensa que anula los demás signos de identidad. Pero todo esto parece muy lejano en Marsella, segunda ciudad de Francia, la más desigual del país (padece la mayor diferencia de ingresos entre el 10% más pobre y el 10% más rico) y la que tiene mayor población musulmana (unos 280.000 de sus 850.000 habitantes).
Pese a la fuerte presencia de emigración, en uno esos barrios populares del norte, el séptimo, fue elegido alcalde en abril Stéphane Ravier, del FN. “Fue como si hubiesen levantado muros con sus votos”, asegura Ghali, una política muy respetada, que saltó a los titulares nacionales cuando pidió que el Ejército entrase en las Cités para desarmar a las bandas. “Creo que la ciudad está cogida con alfileres. Estoy muy inquieta y espero equivocarme”, agrega esta mujer de 46 años, que se convirtió en 2008 en la primera alcaldesa de origen árabe de una gran aglomeración francesa —Marsella, como otras ciudades de este país, tiene un alcalde central, en este caso desde hace 20 años Jean-Claude Gaudin de la UMP (centroderecha), y alcaldes de barrios, con mucho poder local—.
Estos días, muchos marselleses se preguntan por qué la manifestación contra la oleada de violencia terrorista que comenzó con la matanza de Charlie Hebdo fue la menos concurrida del país. Para muchos esta baja asistencia refleja una división política profunda, pero también el hondo malestar de una población musulmana que se siente olvidada, estigmatizada y, tras el horror yihadista, amenazada.
“Para nosotros es un doble castigo, porque hay unos locos que asesinan en nombre del Islam y Charlie Hebdo que se ríe del profeta”, asegura el imán Haroun Derbal para explicar la baja participación de musulmanes en la marcha. Omar Djellil, un conocido activista de la comunidad musulmana que ha pasado por todos los colores políticos —llegó a ser amigo del fundador del Frente Nacional, Jean-Marie Le Pen— y que combatió en Bosnia en los noventa, explica ante un té verde: “La comunidad musulmana está cansada de justificarse. En el colegio, mi hijo rompió el cartel de 'Yo soy Charlie' y me llamó la maestra. Apoyé a mi hijo. Nosotros condenamos el terrorismo más que nadie, pero no se puede insultar al profeta una y otra vez”.
Situado junto al puerto, el distrito tercero resume la historia de la ciudad. Durante siglos fue la zona en la que establecían los trabajadores del puerto pero, con la decadencia económica a partir de los setenta, se fueron. Ahora mismo un 55% de los hogares están por debajo del umbral de la pobreza (ingresos inferiores a 977 euros al mes). La población es, en una inmensa mayoría, de origen inmigrante. En ese barrio, un grupo de madres espera a sus hijos en la puerta de un colegio, situado al pie de unos bloques de viviendas sociales que describen “como mercados de todo tipo de tráficos”. Todo esto transcurre al lado de la nueva Marsella, de la ciudad que atraea un millón de pasajeros de cruceros al año.
Las madres ponen como ejemplo del abandono de los barrios populares una historia sobre que Le Monde escribió un reportaje titulado “La ciudad costera en la que los niños no saben nadar”: la ausencia de piscinas. En los barrios del norte, 285.000 habitantes se reparten cuatro centros deportivos. “Lo peor”, explica Hinda, una madre de familia de 45 años, “es que es obligatorio aprender a nadar”.
“¿Republicanismo? Busque a los niños que no sean de familias inmigrantes en este colegio. Vivimos codo con codo, pero no juntos”, prosigue Hinda. Louise, profesora de 40 años, agrega: “Su camino está totalmente trazado”. “Cuando nosotras éramos jóvenes estábamos mucho más mezclados. Nuestra preocupación era la integración”, afirma otra madre. “Ahora eso ha desaparecido, pero creo que es querido”. Preguntada sobre las impresiones de estas mujeres ante la falta de oportunidades de sus hijos, la senadora Ghali responde sin dudarlo: “Hay un racismo muy profundo en este país”.
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