lunes, 14 de noviembre de 2016

Mery Martinez-Gil, La guitarrista que ayuda a morir a niños




Niños traqueotomizados. Niños de movilidad muy reducida. Niños que en su día se cayeron desde una ventana y no murieron, pero que no regresaron jamás. Niños perdidos de algún modo. Niños que se están muriendo y dicen que están asustados. Niños que se están muriendo y no tienen ni idea. Niños así, escribimos de corrido. Y de fondo -en medio de un espacio medicalizado, aséptico y blanco- empieza a sonar una guitarra.

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¿Qué música es ésta que ya no se oye el runrún de la máquina del oxígeno? ¿Cómo es la banda sonora de los niños que se están muriendo? Las respuestas a estas preguntas las tiene esta chica que viene casualmente de negro. 

Mery Martínez-Gil es guitarrista y vocalista, diplomada en Magisterio musical y con estudios de musicoterapia, cursó varios años de Filosofía, le brillan los ojos mientras les va poniendo nombre a los chicos y -desde 2009 hasta hoy- ha ayudado a morir a medio centenar de niños. Podría haber elegido dar clases en un colegio, montar una academia, tocar en una banda, hacerlo frente a gente que te va a aplaudir. Pero eligió este otro público: un niño. Un niño muriéndose y que ya no bate las palmas. 
«Algunos tienen miedo. Me ha sucedido que paro de cantar o de tocar y un niño (de esos que te entienden, generalmente enfermos oncológicos) rompe a llorar y llama a su madre. Saben que se están muriendo y ven que van perdiendo sus fuerzas. Y al terminar la música te dicen: 'Tengo miedo'». 

Hablamos con Mery en el Hospital Centro de Cuidados Laguna (Madrid), adonde acude varias horas a la semana para afinar cuerdas que ya están casi rotas. También lo hace a domicilio, a través de una fundación que no necesita mayor presentación porque se llama Porque Viven. Porque viven va, les interpreta piezas, les hace rasguear el instrumento, celebra cada mínimo gesto, hace cosas con sentido en un trance que por tremendo carece de él: el de un crío que se está muriendo. Ella habla de caricias sonoras. Pero hay más: después del efecto Mery, a los niños en estado terminal les baja la frecuencia cardiaca, les aumenta la saturación del oxígeno en sangre. Y sí, es verdad: ese niño del corsé azul con daño cerebral está sonriendo. 
«Descubrí la discapacidad haciendo prácticas en Magisterio. A mí por entonces no me gustaban especialmente los niños. La primera clase que tuve que dar sola, estaba en un aula donde recuerdo a una niña con trenzas y unos ojos enormes, una chica que tenía una parálisis a causa de una tumoración en una columna. Fue escuchar la música y la niña se tiró al suelo y se puso a reptar. Y yo dije guau, como el que tiene un arma muy potente en las manos y no lo sabe». 

En el terreno de los cuidados paliativos infantiles, el imaginario colectivo maneja un cliché confundido: un niño enfermo oncológico, calvo a causa de la quimioterapia. Pero sólo el 30% de estos críos sufre cáncer. La mayoría arrastra patologías neurológicas, metabólicas, cromosómicas, y son procesos duraderos y dolorosos, donde casi siempre sucede que el niño va perdiendo capacidades que antes tenía. A veces Mery llora mientras trabaja. Y eso no le parece mal. A veces Mery ríe mientras trabaja. Y eso le parece mejor. Es lunes 3 de octubre. Son las once de la mañana. Estamos en la segunda planta del hospital. Algunos de los niños que tenemos delante nacieron así. Otros sufrieron un accidente irreversible. Otros tienen historias que no debemos contar. Por otros preferimos no preguntar.

«Muchos padres con niños en paliativos dejan de cuidarse, levantan muros muy altos a su alrededor, como tratando de que nada les afecte; saben que sus hijos siguen vivos, sí, pero desconectados. De repente, con la música, les ven sonreír y entonces cambian. Con la música hay un plus emocional que con la palabra a secas no existe». Mery sabe mucho de la vida porque sabe mucho de la muerte, y eso que de pequeña estuvo traumatizada por los muertos. Mery te canta y te cuenta. En España, la principal causa de fallecimiento entre los niños menores de un año son las malformaciones congénitas y las afecciones perinatales (las que tienen lugar nada más nacer). Después, hasta los 14, la mayoría de los fallecimientos infantiles son causados por el cáncer. Hay unos 6.000 niños que necesitan cuidados paliativos, de los que solo los reciben en torno a mil. La música -esta música con la que ya no se oye el runrún de la máquina del oxígeno- sólo le llega a un puñado. «A veces algunos, sobre todo los niños con cáncer, te miran como con ganas de que les dejes en paz. Me ven a mí y dicen: 'Otra petarda que viene'. Pero esta petarda se los acaba metiendo en el bolsillo». 

Pedro tenía tres años cuando murió este verano a causa de una enfermedad mitocondrial. Sus padres no se pudieron resistir durante el velatorio: «Gracias por haber hecho que la vida de Pedro sea tan feliz. Nunca le habíamos visto sonreír tanto». También está el caso del niño al que le gustaban las estrellas y al que al final le cantaba que iba a ser astronauta, y eso fue (o queremos pensar que fue) un consuelo galáctico. O la vida de aquella niña: la chica enferma cuyos padres no tenían recursos y a los que les cortaron la luz y por la tanto el respirador. Allí hacía más falta el dinero que una guitarra. Luego, una vez que cae el telón y se le va muriendo el publiquito, Mery se pasa siempre por el tanatorio. Y Mery no llora porque se acuerda de las canciones alegres (siempre lo son) y de la fila de dientes que asomaba Sergio cuando reía. -Se ha muerto Javier y me he ido a tomar unas cañas. ¿Cómo es posible que haga esto? -le consultó una vez a la psicóloga. -Enhorabuena. Sólo si te lo tomas así podrás seguir con ellos. Mery ha venido de negro, no tiene hijos y una vez fue telonera de Dover con su banda de rock, pero no es tan dura.
«Hubo un niño enfermo de cáncer al que no le quedaba mucho de vida que me pidió que hiciéramos una versión de I need a hero [Necesito un héroe], de Bonnie Tyler. [Mery canta un poquito] Hicimos la versión. Yo le cambié el título y la llamamos: Eres un héroe. El niño cambió la letra de la canción... [Aquí hay una pausa larga] Decía... [se lo piensa un rato]. Decía, estooo... [vuelve a pensar un rato]. Decía la letra del niño: 'Todavía no me he ido y ya os echo de menos'. Eso decía. Tenía nueve años».

PELIGRO, DEMOCRACIA, por Fernado Savater



Confieso sentir un perverso placer cuando las predicciones de los especialistas sobre algún comportamiento colectivo fracasan estrepitosamente. Y ello aunque lo que realmente ocurre sea para mí más inquietante que lo que parecía que iba a pasar. Mi regocijo agridulce es del mismo tipo que expresa la repetidísima exclamación de Voltaire (apócrifa, por otra parte): “Estoy en completo desacuerdo con lo que usted dice, pero daría mi vida por que pudiera seguir diciéndolo”. De semejante modo, lamento que los votantes en una consulta o en unas elecciones se pronuncien mayoritariamente contra lo que aconsejan los expertos más fiables o la simple argumentación racional, pero me alegro de que tal desvío pueda ocurrir, porque la capacidad masiva de disparatar a coro es una prueba de salud democrática. De hecho, esta temible disposición es el argumento derogatorio que han empleado siempre contra la democracia sus adversarios más insignes, desde Platón a Borges. Y hoy continúa escandalizando a muchos de menor talento. Pero precisamente en ese punto estriba lo característicamente democrático. Jean Cocteau aconsejaba: “Lo que todos te censuran, cultívalo… porque eso eres tú”. Con algo de prosopopeya, también podríamos decírselo a Doña Democracia.
Deplorando el resultado de las elecciones presidenciales norte­americanas, una portavoz de Podemos dijo: “Hoy es un día triste para la democracia”. Lo repitió varias veces y luego, ya lanzada, dijo también que “era un día triste para la humanidad”. Pasemos por alto esta última hipérbole, porque a todos se nos puede calentar la boca. Pero ¿por qué es un día triste para la democracia? Sin duda es una jornada poco radiante para quienes, como esa señorita y yo mismo, aborrecemos el ideario agresivamente xenófobo, clasista, machista y sobre todo apoyado en descaradas exageraciones y falsedades del ya presidente Trump. Pero ni la portavoz ni yo somos dueños de las instituciones, debemos compartirlas con otros millones de personas que desdichadamente no piensan como nosotros. En cambio, desde otra perspectiva, unas elecciones donde los ciudadanos prefieren contra todo pronóstico a un candidato al que no apoyan ni en su propio partido (mientras a su rival la recomendaba el presidente anterior, los periódicos de referencia, artistas, intelectuales, etcétera), que vomita barbaridades, se comporta públicamente como un patán, ofende a todos los grupos sociales imaginarios, promete medidas políticas autoritarias, belicistas o que amenazan mejoras sociales, demuestra ser un ignorante en casi todo y elogia demagógicamente a quienes lo son aún más que él… Pues vaya, caramba, eso sí que es una muestra estremecedora pero indudable de libertad. Porque elegir según recomienda la lógica, la fuerza de las razones, la opinión de los expertos políticos y morales, puede ser socialmente beneficioso, pero deja un regusto de que es “lo que hay que hacer”, lo obligado; mientras que ir contra lo que parece conveniente y cuerdo es peligrosísimo, pero sin duda revela que uno sigue su real gana. Cuando se incendia la casa, el que sale corriendo para salvar el pellejo hace muy bien, pero obedece a las circunstancias; libre, lo que se dice grandiosamente libre, es el que se queda dentro cantando salmos entre las llamas.
La libertad política es algo muy deseable de tener pero peligroso de utilizar. Nos hemos criado oyendo mencionar al poder como el coco que quiere devorarnos: el lenguaje del poder, las asechanzas del poder, la cara oculta del poder… Lo imaginamos oculto en cenáculos restringidos donde conspiran unos cuantos plutócratas desalmados. Seguro que hay algo de verdad en esta caricatura siniestra, pero el poder más temible en democracia es precisamente el que comparten todos y cada uno de los ciudadanos: el poder de elegir. Temblamos con razón ante los autócratas que monopolizan el mando, pero en nuestras democracias es lógico sentir escalofríos al pensar en las multitudes que deciden quién debe ostentarlo. Algunos tratan de aliviar este recelo asegurando que la mayoría de los ciudadanos no pueden ser llamados realmente libres porque son ignorantes en las cuestiones de gobierno, se dejan engañar o seducir con promesas vanas, se asustan ante amenazas imaginarias, son venales, xenófobos, intolerantes… Pero todo esto sólo quiere decir que son humanos: esos mismos defectos existen en todas partes, aunque no haya libertades políticas. En democracia la diferencia es que pueden expresarse y elegir lo que prefieren: quizá no sean más felices que otros vasallos, pero al menos son tratados como realmente humanos. No se les reconocen sus virtudes, sino su dignidad. La democracia no es ante todo el asilo de la lucidez, la solidaridad, el buen gusto o la creación artística, sino que es “la tierra de los libres”, como dice el himno de Estados Unidos.
Para evitar que el devenir democrático sea una serie de dictaduras electivas contrapuestas, están las leyes. Los ciudadanos basan las garantías de su libertad participativa en el acatamiento de la Constitución. Los que hablan de fascismo y caos tras la victoria de Trump fantasean tétricamente. Lo único que verdaderamente sonó inquietante en el discurso electoralista de Trump fue la amenaza de no respetar el resultado de las elecciones si no le gustaba. Algo parecido a lo que hoy berrean por las calles —espero que por poco tiempo— los modernos caprichosos del “No es mi presidente” o “No me representa”, que se consideran por encima de la democracia y capacitados para decidir cuándo la libertad ha optado por el bien y cuándo no.
En España ya estamos acostumbrados a quienes piensan que la democracia funciona mejor sin leyes que la coarten, como la paloma de Kant creía volar mejor en el vacío… Sin duda Trump es populista, como en nuestro país Podemos y sus siete enanitos: no porque prediquen lo mismo sino porque predican del mismo modo, empleando la retórica demagógica para conseguir aunar la heterogeneidad de los descontentos.
En la era de Internet, el populismo tiene campo abonado. Y es inútil empeñarse en regañar a la gente por sus preferencias (todos son “gente”, los que piensan como nosotros y los demás), mejor es perseverar en educarla para argumentar y comprender en lugar de aclamar. También hay que proponer alternativas ideológicas fuertes, no simplemente apelar al pragmatismo y la rentabilidad. Hagamos lo que hagamos, seguiremos remando en lo imprevisible. Porque la incertidumbre no la ha traído Trump, sino la libertad.
Fernando Savater es filósofo y ensayista, autor entre otros libros de ‘Voltaire contra los fanáticos’.