La crisis por la que atraviesan los estudios de humanidades no solo en España, sino en el mundo entero, era perfectamente previsible desde los albores de la revolución industrial. Lo que se fundó en la Grecia clásica —el amor por el saber— y se mantuvo en Roma —la alabanza del ocio y el menosprecio del negocio—; aquello que las órdenes monásticas conservaron durante la Edad Media; aquello que resurgió con una insólita pujanza durante el Renacimiento europeo, luego durante la Ilustración y en buena medida en las universidades del siglo XIX siguiendo el ejemplo de la reforma universitaria de Humboldt en Berlín, todo eso empezó a librar ya a mediados de ese mismo siglo una batalla muy dura contra un enemigo de potencia no solo no prevista, sino también incalculable. El hombre de estudio, la mujer de artes o letras, vieron, a lo largo del gran siglo de la burguesía y de todo el siglo XX cómo la legitimidad de su quehacer quedaba mermada y amenazada a causa del desarrollo de la ciencia, la industria, el comercio y la técnica.
En 1872, Flaubert lamentaba el desequilibrio que un nuevo plan de estudios para el bachillerato en Francia exhibía entre algo tan elemental como el deporte —que ya no tenía en Europa el destino agónico que había tenido en Grecia o Roma— y la enseñanza de la literatura, de la que apenas se hablaba. Con mayor énfasis, escribió lo siguiente sobre el mismo asunto: "Estoy asustado, aterrorizado, escandalizado por las gilipolleces cardinales que gobiernan a los seres humanos. Eso es algo nuevo; por lo menos en el grado en que se produce. Las ganas de alcanzar el éxito, la necesidad de triunfar a toda costa —debido al provecho económico que se obtiene— le ha minado a la literatura la moral hasta tal punto que la gente se está volviendo idiota".
Él, como tantos otros autores que empezaron entonces a reflexionar sobre el descrédito progresivo de las humanidades, no poseía distancia suficiente respecto a las causas de tal descalabro. Hoy sí la tenemos. Al auge del comercio, las ciencias, la industria y la técnica, hay que sumarle, en los últimos 30 años por lo menos, un nuevo factor, imprevisible hace un siglo y medio: el auge de las nuevas tecnologías. Los filósofos que heredaron la preocupación por este asunto a la sombra de Heidegger o de Jaspers no parecieron alarmarse cuando el fenómeno de esas brillantes tecnologías y los ingenios digitales irrumpieron progresivamente en la vida cotidiana de todo el orbe. La inocencia con la que se recibió ese alarde del progreso técnico-científico se ha transformado, ya en nuestros días, en una preocupación —solo para algunos, este es el problema—, sin que se atisbe la posibilidad de alcanzar alguna solución. Estamos ya, propiamente, en lo que ha venido en denominarse la era poshumana, en el bien entendido que nos hallamos en la era en la que el ente, el ser, no es más que un flatus vocis: una nadería nostálgica, un recuerdo de tiempos pasados en los que filosofía, religión, moral y estética otorgaban a esa palabra un valor casi tan alto como el que se otorgaba a Dios o a la muerte.
Esto nos lleva a analizar otros factores, no menudos, del descrédito de las humanidades en las universidades de España y de casi todo el mundo: la religión ha perdido adeptos en todas partes, y con ella han desaparecido los referentes trascendentales que actuaban, con sordina pero con eficacia, en todas las sociedades y sus cultos; los nuevos estilos musicales, de los que los jóvenes no pueden prescindir en sus momentos de ocio, han venido a suplantar el carácter órfico —y por ello, sagrado— de la mal denominada música clásica; el uso universal de los teléfonos llamados inteligentes rebajan sin pausa la inteligencia de aquellos que podrían dedicar su ocio a cualquier otro tipo de actividad y destierran la conversación, además de haber provocado la desaparición de las áreas de privacidad que tanto convienen al ser que piensa y actúa mediatamente; el subsiguiente descrédito de la lectura anula la posibilidad de que exista algo así como un imaginario subjetivo, en beneficio del llamado imaginario colectivo, que viene a ser lo mismo que la aceptación sumisa de la opinión común —todo lo contrario de la operación de discurrir en primera persona—, asumida esta sin el menor atisbo de crítica; el mercado laboral lo es de profesiones consideradas productivas y necesarias, y apenas de las profesiones en las que el saber humanístico podría multiplicarse y difundirse, como es el caso de la educación —hoy vencida y desarmada en España— a todos sus niveles.
No podemos tener la certeza de que tal estado de cosas vaya a cambiar en favor de un lugar honroso para las humanidades. Seguirá habiendo filólogos, artistas, historiadores y filósofos; seguirá habiendo escritores y lectores; algunos centros urbanos de difusión cultural seguirán abiertos y más o menos activos, pero todo lo que se relacione con el ser y sus problemas fundamentales parecerá superfluo, en estado de letargia y, en el mejor de los casos, será escenario de heroísmo para renitentes.
A esta cuestión queríamos llegar. Los planes de estudio de las facultades universitarias de humanidades irán a peor, en favor de las banalidades que ha generado la era de lo llamado políticamente correcto: una alquimia en la que se funden los feminismos y homosexualismos más insolventes con los estudios coloniales más improductivos y las ridiculeces más espantosas como métodos de análisis y crítica del saber humanístico heredado. Pero toda persona vinculada a la enseñanza de las humanidades puede, si no modificar esas tendencias disolventes de las litterae humaniores, sí otorgar a sus actividades un trasfondo y un alcance que minen hasta los cimientos esos falsos edificios del saber. A nuestro juicio, no hay más solución para las facultades humanísticas que implicarlas en la vida cotidiana de la polis, o sea, convertir las humanidades en la punta de lanza de una restauración de la política —que es como actuar en beneficio de la ciudadanía en aquello en lo que ni las ciencias ni las técnicas pueden hacer mucho—; transformar todas las escenas del saber humanístico en el gran aliado del progreso espiritual de una nación y de sus ciudadanos. Por ejemplo, enviar a los estudiantes de los últimos cursos a comentar las grandes o menos grandes obras de la literatura universal en las bibliotecas públicas; no obligar a los profesores a hacer gestión académica, algo que los convierte en burócratas, sino agitación cultural más allá de sus muros; convertir a profesores y alumnos avanzados en asesores de centros de creación y difusión de la cultura; mandar a todos ellos a los diarios del país para favorecer un periodismo de mayor alcance cultural; invitar a cualquier empresario del mundo de la técnica, la informática, los negocios, y lo que sea, a contratar antes a un graduado que, siéndolo en la profesión adecuada y pertinente, lo sea también en cualquier rama de las humanidades, como ya sucede en Estados Unidos, para satisfacción incluso del rendimiento de sus empresas. Porque no es factible suponer que unos buenos estudios de humanidades (como todavía pueden cursarse en escasos centros universitarios del mundo entero, pues casi todos han quedado arruinados por el efecto de metodologías "seculares") resulten suficientes para obtener legitimidad en las sociedades actuales si no salen de las cuatro paredes de los centros universitarios.
Su papel tendrá que ser, en el futuro, el de una rigurosa resistencia, el de un profundo conocimiento del pasado, el de la transmisión eficaz de ese saber antiguo en provecho del futuro antes de que todo el mundo caiga en la "amnesia institucionalizada" de que ha hablado George Steiner. Pero, sobre todo, si los profesionales de las humanidades quieren por una vez actuar con sentido común y eficacia, su papel habrá de ser el de garantes de la permeabilidad entre las instituciones sabias a las que pertenecen y el progreso de la sabiduría, la democracia y la dignidad del ser entre los ciudadanos de un país entero.
Jordi Llovet es catedrático de Literatura Comparada de la Universidad de Barcelona.